Prólogo
Hay amores pasajeros. De eso, no cabe duda. Pero
tampoco cabe duda alguna de que los amores eternos andan caminando por algún
lugar, lejos de nosotros, cerca de nosotros. Son esas personas que van a estar
a nuestro lado siempre, pase lo que pase, digamos lo que digamos. Las que,
seguramente, jamás nos van a defraudar.
De esto se trata esta novela; de esos amores
eternos que pase lo que pase, van a estar con nosotros. Quizás no físicamente,
pero sentiremos ese calor que nos solían dar, recordamos sus consejos y los
incontables besos y abrazos… las incontables veces que se miraron con un amor
que parecía irreal, las incontables veces que caminaron de la mano por el lugar
más desagradable, o su lugar favorito.
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Los ángeles caen primero
La soledad me arrastró hasta Venecia. Luego de
tantos rodeos, de tantas dudas, por fin llegué a aquel lugar, que me recibió
con un frío que me heló los huesos.
Caminaba por las calles totalmente fascinado, todo se
ganaba mi encanto a la par que daba un paso, incluso las personas (y eso era
raro).
El río se asomaba entre las antiguas construcciones y las
masas de gente en movimiento. Como si Venecia fuera un total desierto, me
acerqué encantado a él.
El sol se escondía, el cielo contaba con tres colores y
pocas nubes, y ahí, estaba sentada ella. Claramente no la conocía, pero algo me
llamó la atención de su presencia cuando me acerqué a los bancos que estaban en
frente del río. Estaba tan quieta, admiraba con tanta fascinación aquel
tranquilo río, aquel horizonte en el cual se escondía el sol y se divisaba
algún que otro barco.
La miré poco tiempo, pero la analicé tan perfectamente
que puedo decir que fue amor a primera vista.
Me senté en el banquito que estaba al lado. El río era
tan cristalino que me daba más frío del que ya tenía, y a eso hay que sumarle
su presencia, la cual pocos notarían, pocos como yo; así, tan solos, tan
melancólicos y tan detallistas. Esa clase de persona, esa clase de hombre, que
cuando ve algo que le gusta lo analiza visualmente, cada detalle, cada facción
si es una persona, su personalidad si llego a conocerla, sus obsesiones, etcétera.
Cualquier ser humano que no sea como yo se aburriría
analizando cada detalle de cada persona. Como ellos no entendían lo que yo
hacía, yo no los entendía a ellos; es decir, era tan fascinante analizarla a
ella, física y mentalmente. Su presencia era fría a veces y otras, cálida y
necesaria.
Cerré los ojos mirando al horizonte, la deseé a ella,
deseé su abrazo y su comprensión. Cuando volví a mirar a la otra banca, esa
mujer que se ganó mi atención, ya no estaba. Mis ojos, de ser color miel
pasaron a ser un mar negro de tristeza. Una vez más me hallaba solo en uno de
mis lugares favoritos. Me levanté sin más, un tanto apenado, y partí rumbo a la
casa veneciana que me esperaba con las puertas abiertas. Suponía yo, claro.
Quizás ahora me quedaba afuera para agregar una pizca más de mala suerte y
malos amores a mi vida.
Las calles de Venecia se iban vaciando como un vaso de
agua tomado por un sediento vagabundo, y yo era la gota final, el último trago
que, quizá, dejaría reposar por mucho tiempo en ese vaso.
Caminé y caminé, no quería llegar hasta la casa, pues
sentía que algo malo me esperaba allí. Una mala noche, esas noches en las que
muchos se desvelan y piensan su futuro junto a esa persona. Esa persona que
aman tanto hasta la obsesión misma, la obsesión estética, mental. Todos los
tipos de obsesiones existentes en este insípido mundo, este mundo que me dejaba
en la soledad de una ciudad nueva, en la cual no conocía a nadie, ni siquiera
de vista. Sólo sabía de ella, la había mirado unas pocas veces en ese rato que
pasé frente a mi lugar favorito, pero sentía que la conocía en algún punto, y
no sé cuál.
Seguí caminando, con las manos en los bolsillos y
cabizbajo, mirando al suelo húmedo de esa calle desierta en el medio de la
noche, hasta que me topé con un edificio antiguo, colmado de esculturas. Miré
hacía la arriba, y divisé una cúpula que se alzaba orgullosa, en medio,
descansaba un delicado ángel en un blanco pulcro iluminado por la intensa luz
de la luna veneciana.
Esbocé una sonrisa y volví a mirar hacia el suelo. Lo que
captó mi atención nuevamente, fue una silueta de una mujer que se ubicaba a mis
espaldas. Me di vuelta, un poco asustado, pero luego comprendí que ese susto
era vergüenza, timidez en estado puro.
Quedé hecho un hielo; esa mujer, era la misma joven que
vi ante el río. Vestía aquellas botas hasta la rodilla, el pantalón de
gabardina negro, el tapado bordó, los guantes de lana rojos, la bufanda negra,
y la polera de lana sintética blanca.
No podía mover ni un solo músculo, aun así si podría
hacerlo, no sabría qué hacer. ¿Qué hacía ella ahí? Era casi medianoche, el
viento soplaba intensamente, hacía tanto frío que no se sentían las
extremidades, y a pesar de ello, aquella mujercita estaba ahí. Parada en el
medio de la desierta calle, con sus pelos negros al viento y con sus fríos ojos
azules.
Ella también parecía estar paralizada por mi presencia. O
por el frío quizás. ¡Bah! No quería hacerme ilusiones las cuales después
terminarían en una carcajada ajena, la suya, la carcajada de ella, en este
caso. ¿Por qué terminaría en una carcajada? Yo era un completo iluso, alguien
que, de una simple, pero encantadora, mirada hacía una historia tan larga como
la biblia (por dar un ejemplo de un libro largo), ¡quizás más extensa!
Aquella joven que tan perdido me tenía, esbozó una
sonrisa y me saludó con la mano desde los pocos metros que nos separaban. Esos
metros que, a veces, parecen kilómetros, esos kilómetros que yo deseaba
caminar, esos kilómetros que me separaban de su boca para besarla, de su cuerpo
para abrazarla.
Automáticamente, sonreí yo también, sonreí de felicidad,
y contuve la risa. La veía cada vez más cerca de mí, lo que me puso tan
nervioso que me eché a reír sin razón en medio de una calle de Venecia, tan
pacífica, tan silenciosa, ¡y yo riéndome!
-¿Por qué tanta gracia? –me preguntó, y por fin conocí su
voz. Esa voz fría, cálida, dulce, ácida, todo a la vez.
-No sé. Creo que me enamoré. –dije, sin pensar en lo que
contesté.
-No entiendo. Me miraste, lo sé. Sentí tu mirada a pesar
de concentrarme en el río como si fuera la última vez que lo viese. Sin
embargo, desconocés todo de mí, absolutamente todo.
-¿Y qué tiene eso de malo? ¿Acaso te olvidaste del amor a
primera vista?
Simplemente, no contestó y me dio un corto, pero cálido,
beso en los labios. Acto seguido, se echó a correr sin razón. Y yo, quedé más
paralizado que antes, mucho más. Y no me importó que se echase a correr como lo
hizo, estaba feliz por su beso. Ese beso que valoré cada segundo que pasaba.
Sonriendo permanentemente, me dirigí a la casa veneciana.
No fue difícil llegar, y tampoco tardé. Bah, no sé si tardé en llegar o no,
estaba tan feliz, que sólo pensaba en lo ocurrido.
Toqué timbre reiteradas veces hasta que, Ambar, la dueña
de casa, abrió la puerta un tanto dormida y un tanto enojada.
-¿Es usted Eric? –me preguntó, enojada.
-Sí, el mismo.
-Y, ¿por qué llega a horas tan altas de la medianoche,
Eric? ¿Tiene alguna explicación razonable que darme? –dijo Ambar con un tono de
enojo que me atemorizaba un poco.
-Todas mis disculpas, Ambar. Estuve conociendo la ciudad,
admirando las construcciones antiguas que esta posee y… me llamaron tanto la
atención que perdí la noción del tiempo. Nuevamente, le pido disculpas, y
espero que no se vuelva a repetir. –contesté, formal. Traté de ser lo más
formal posible.
Mentí cuando le dije que no quería que eso se volviese a
repetir, quiero decir, ¡aquella joven me besó! ¡Era mi sueño, y cómo no iba a
querer que se repitiera!
La mujer, conforme ante mi respuesta, me dirigió hasta la
cocina, donde me preparó una cena sencilla y rápida para luego irme a dormir al
cuarto del último piso.
-Tiene suerte, ¿sabe? –me dijo sonriendo.
-¿Por qué? ¿A qué se debe eso? –contesté, confundido.
-Le tocó el mejor lugar para dormir. El último piso es
hermoso, tiene una vista increíble al río y a la ciudad.
-¡Ah! ¡Sí! Me siento muy afortunado. Es una ciudad muy
hermosa.
-Está en lo correcto, no se equivoca en nada, Eric. –me
dio la razón mientras sonreía nuevamente a la par que me servía la cena en el
gran comedor –Vine a esta ciudad cuando era sólo una simple niña. Mis padres se
quedaron en Alemania y mis abuelos se encargaron de educarme en Venecia. Al
poco tiempo me casé y tuve dos hermosos hijos, pero, más tarde, ocurrió una
desgracia que me devastó en muchos aspectos; el fallecimiento de mi esposo.
–relató Ambar, cabizbaja en el comedor, mientras apretaba su pijama como
tratando de reprimir la angustia.
-Lo lamento, Ambar. La muerte es algo que no se puede
evitar, y a veces, en ciertas ocasiones, es lo mejor que le puede pasar a
alguien. Desconozco lo sucedido a su esposo, pero me apena. Me apenan usted,
sus hijos y él. –dije, tratando de darle un poco de consuelo.
Hablé un poco más con la mujer antes de retirarme a mi habitación.
Al subir a esta, quedé fascinado; las ventanas eran perfectas, totalmente
cómodas y lo suficientemente amplias como para acostarme en la cama y admirar
la ciudad. Más allá, a la derecha, había un ventanal, el cual daba al balcón.
Le agradecí a Ambar y procedí a dormir.
Era la primera vez que dormía tan feliz, estaba contento
de estar en Venecia.
Al día siguiente, di un paseo por la biblioteca y corrí
al río más que entusiasmado. Ansiaba volver a verla, preguntarle su nombre sin
quedar paralizado, besarla más tiempo, abrazarla y no separarme jamás de ella.
Corrí y corrí. Llegué al río y ella estaba ahí, leyendo
un libro plácidamente, con una campera de cuero negra y un par de guantes sin
dedos color bordó como los de ayer.
Con mi silueta, tapé la luz del sol, entonces, ella
volteó para ver qué sucedía, quién interrumpía su detenida lectura. Entonces,
en aquel preciado momento, es cuando nuestros ojos volvieron a mirarse. Nos
miramos uno al otro otra vez, ahora sin tanta lejanía, sin esa lejanía que pude
suprimir, hacer desaparecer, vencerla por completo.
Sonrió al reconocerme, y me invitó cordialmente a
sentarme a su lado. Hablamos toda la mañana de libros, de Venecia, de nosotros
mismos incluso, pero más de arte y de la arquitectura que predominaba.
Su nombre era Alma. Encajaba perfecto con ella, era tan
perfecto que parecía irreal.
Alma… me hacías pestañear tantas veces para asegurarme de
que todo fuese de verdad, y no una estúpida ficción; no podía creer que fueras
así, tan graciosa y tan triste a veces. Tan inmadura y tan madura a la vez.
¿Eras real, querida Alma? ¿O yo estaba loco y te imaginaba, te modelé
perfectamente para andar de la mano de alguien que solamente yo veía?
Me contó que amaba los libros. Disfrutaba mucho de la
fantasía, pero también de la arquitectura y de la medicina. También me dijo que
vivía sola en Venecia, como yo, puesto que escapó de su casa hace una cantidad
admirable de tiempo y se instaló en la misma ciudad. Finalizó sus estudios allí
en Venecia. Ahora, trabajaba por las mañanas en una librería (aquel día fue su
día libre semanal) y luego dedicaba su tiempo a leer y a admirar el río
veneciano.
Alma me fascinaba tanto, tanto que ni yo mismo podía
creerlo. Contaba con 20 simples años, y yo con 22 problemáticos años de
soledad, melancolía… si uno analizaba la vida de mi querida Cocó (Cocó es Alma,
yo la apodé así), eran más problemas que momentos de tranquilidad pura, eran
más libros que historias escritas, era más Venecia que Nápoles, su lugar de
origen. Y aun así le sonreía a todos los días, corría las espesas cortinas de
su habitación con una pizca de felicidad que alargaba con el pasar de las
horas.
-Cocó, ¿qué te hace tan feliz? –pregunté inocentemente.
–Quiero decir, escapaste de Nápoles, tenías motivos para hacerlo, pero no
llegabas a ser adolescente, tus padres te buscaron intensamente y te escondías
en cualquier lugar que pudieras, ¡incluso en barcos! Y sin embargo, mírate
ahora, mírate a ese espejo que está ahí –le dije, señalando un espejo de mi
habitación –siempre gritas de felicidad, ríes de felicidad. ¡Todo lo que haces
es con felicidad! Y yo no lo entiendo, en absoluto.
Alma río. Se echó esa carcajada que me motivaba.
-¡Ay, Eric! Yo hago las cosas sin motivos. Quiero decir,
no me levanto pensando “¿sonrío o no?”, simplemente lo hago. Voy a mi trabajo
escuchando mi música favorita, lo que te motiva también. Es un detalle pequeño,
pero grande a la vez. Llego, saludo cordialmente a todos, y me posiciono en mi
lugar. Veo entrar a esas mujeres con sus hijos, a algunas con nietos, y me
sacan sonrisas. Los bebés me miran con sus ojos saltones y se ríen. Yo también
me río con ellos.
Pero, eso no quiere decir que mis días sean perfectos.
Mis días cuentan con situaciones indeseables, pero algunas son inevitables.
Trato de no pensar en eso y sigo.
-Es tan simple que es perfecto… y, ¿qué clase de música
te gusta?
-Me gusta mucho el grunge que predominó en la década del
’80 y ’90. Pero también me gusta el punk, el dark… aunque no parezca… -susurró
y, acto seguido, se escuchó una leve risa proveniente de su boca.
Seguía sin entender como Cocó lograba tantas cosas a
pesar de todo, tantas cosas buenas que hacían de ella una persona tan
encantadora.
Los días siguieron pasando y nos seguíamos encontrando en
nuestro lugar predilecto: el río veneciano. En el mismo banco, y con la misma
sonrisa. Sonrisas que fueron besos después de un mes. Alma seguía
hipnotizándome con su personalidad cada día que pasaba, cada segundo, cada
minuto, cada hora… me contaba historias que inventaba o que había escuchado de
algún anciano en su turbulenta infancia, me leía las contratapas de sus libros,
libros de arquitectura, de medicina, de fantasía, de Cortázar traducidos al
italiano, de algún autor italiano que ni yo conocía. Me hablaba de arquitectos
de hace muchísimos años con su cabeza apoyada plácidamente en mi hombro
izquierdo. Me contaba de sus hermanos, de sus padres y a veces derramaba
algunas lágrimas que yo secaba con mi pañuelo de tela color beige. Hablaba
largos ratos de Ludwig van Beethoven, de “La naranja mecánica” y de Alex
Delarge, de la maldad de Alex y del color intenso de sus ojos, después daba un
pequeño saltito en el banco y me decía, entusiasmada:
-Hoy, cuando salí de la casa de la señorita Kimberly, vi
un bebé hermoso. Estaba aprendiendo a caminar, ¡y tan entusiasmado! –gritaba
emocionada.
Cocó conmigo era tan libre como yo era tan optimista con
cada despertar. Se desahogaba y soltaba cualquier cantidad de risas, de gritos,
de llantos, de malas decisiones, de saberes… absolutamente todo, todo eso que
en su infancia, pubertad y adolescencia había reprimido. Iba a su casa y estaba
sentada en la cama con pantuflas de perrito y pijama negro con lunares blancos
leyendo y tomando un café humeante. Leía cualquier cosa que encontrara. No se
fijaba en el lomo, en la contratapa, en la tapa o en las hojas. Al lado de su
cama, la cual siempre estaba desarmada y con las sábanas y mantas colgando a
los costados, descansaba una pila de libros que a veces se llevaba por delante
y se reía a carcajadas en medio de un amanecer, de la mañana o de la
medianoche. Y yo, que estaba demasiado dormido, me despertaba de un salto, y la
veía riéndose con los ojos cerrados y sonreía.
El tiempo parecía volar ante mis ojos, y a mí no me
preocupaba. Estaba con Alma todos los días, la visitaba incluso en su trabajo y
estaba feliz por primera vez.
Recuerdo perfectamente el domingo que me levanté
entusiasmado por verla, como todos los días. Me vestí, desayuné y caminé hasta
su casa. Allí, me recibió Kim, un tanto apenada.
-Hola Kim. ¿Por qué esa cara? –pregunté, preocupado.
-No sé cómo decirlo Eric…
-¿Ah? ¿Qué pasa? –dije confundido totalmente.
-Alma… se fue esta madrugada llorando. No sé por qué se
fue, no quiso decirle nada a nadie, no quiso brindar explicaciones y eso me
preocupa. Estoy demasiado preocupada. –y en aquel momento, mi mundo se
derrumbó. De estar en perfectas condiciones pasó a ser la misma porquería
indeseable que era antes, incluso peor.
Cocó… Alma… te fuiste sin más. Sin darme una explicación,
sin dejar una carta debajo de la puerta de mi habitación… Cocó, ¿qué pasó?
¿Dónde estás?
No podía creer lo que había pasado. Ya no había más Cocó,
no sabía dónde estaba, si en Nápoles o escondida en algún barco de Venecia, o
perdida en Italia o en el aeropuerto. ¡O en otro país! Tampoco sabía por qué se
había ido así, sin explicaciones, aunque sea una breve explicación, un problema
que se podría haber solucionado inmediatamente, o quizás podríamos habernos despedido
uno del otro, con lágrimas en los ojos, pero sabiendo que seguramente nos
encontraríamos de nuevo, o guardaríamos los mejores recuerdos.
Nuevamente, fui a mi ciudad natal. Me alejé de Venecia
con una depresión que me mataba por dentro, y empezaba a consumirme por fuera.
Volví a Salzburgo, Austria. Ahora, daría de nuevo aquellos tediosos paseos por
el increíble Mozarteum, a la casa de mis hermanos, a la casa de mis padres,
quizás a la de mis amigos, pero volvería a estar solo casi todo el día, volvería
a leer tediosos libros y a internarme en las bibliotecas. Viviría con el eterno
recuerdo de Cocó y su amor por los libros de cualquier cosa, incluso el peor
libro que uno pudiera encontrar, ella lo leía. El recuerdo de su amor por
Beethoven y el Mozarteum condenándome a una depresión que me pesaría demasiado.
Su infinita obsesión por Alex Delarge y “La naranja mecánica”, el azul de sus
fríos ojos, la maldad de Alex y todo mezclado en una simple imagen mental,
eterna, hermosa, perfecta: Alma Dunkelheit. Mi querida Cocó.
Salzburgo me encasillaba, mi casa todavía más, y vivía
con el eterno recuerdo de ella. Ay, Cocó… extraño tus gritos, tus risitas en el
medio de la noche, cuando dormíamos juntos, y vos me abrazabas y me decías “te
quiero” al oído… ¿qué pasaba? ¿Por qué esto estaba pasándome? Por fin había
encontrado a una mujer especial, perfecta a pesar de todo, brillante... y se
había escapado…
Mis padres se preocuparon cuando me vieron paseando,
cabizbajo como siempre, por el Mozarteum. Corrieron hasta mí con tal
desesperación que me paralicé unos segundos al verlos, no sabía qué hacer.
Había estado solo bastante tiempo en mi ciudad natal desde que partí de
Venecia, no los llamé ni les escribí, me interné en una oscura soledad, espesa
y eterna, y no di rastros de vida.
-¡Eric! –exclamaron asombrados -¿Qué te trajo de nuevo a
Salzburgo? –me preguntaron con los ojos abiertos como platos.
-Ahm… en Venecia las cosas no iban bien, quiero decir,
hay una crisis económica y volví a Austria. –mentí.
-Qué lástima… -dijeron apenados por mí y por la gente de
ese lugar (¡Alma! ¡Cocó! ¿Estará ahí?)
No quería volver a ver a mis padres. La gente me
deprimía, y mis padres aún más. Hablaban de Venecia encantados mientras tomaban
un café con amigos o familiares, y yo pensaba “Cocó, ¡cómo te extraño! Veo esas
tazas de café en sus manos y los recuerdos me invaden por completo, me dejan
flotando en el aire con tu imagen mental, y cuando me hablan no respondo a
nada, absolutamente nada”. Entonces, en esos momentos de total inquietud,
tristeza y recuerdos, pedía disculpas y ponía la famosa excusa de un gran
malestar. Acto seguido, me encerraba en mi casa y leía, luego escuchaba la
“Sinfonía n.° 9” de Beethoven y dormía.
Así era mi vida en Austria. Un total desperdicio de tiempo,
desperdiciaba tiempo porque ella no estaba ahí. ¡Me hacía tanta falta!
Declaro no ser alguien que mira televisión, puesto que
detesto las desgracias. Las familias me dan demasiada pena, y los desaparecidos
con muchas probabilidades de ya no existir, aún más.
Un año después…
Me
parecía increíble que ya había pasado un año. No había un rastro de Cocó, ni
siquiera una carta. Lo único que me quedaban eran recuerdos eternos, hermosos
recuerdos que me acompañarían hasta después de la muerte.
La
falta de la presencia de Alma me habían llevado a estudiar música clásica.
Admito que no fue una buena elección, puesto que ahora pensaba demasiado en
ella, mi mente colapsaba en ciertas ocasiones y eso no era bueno.
Me
fascinaba la música clásica, el violín ahora era mi instrumento predilecto. Me
llenaba de vida, pero también de tristeza. Sus cuerdas eran tan delicadas que
me causaban escalofríos, cada vez que las acariciaba me acordaba de Cocó. Tan
suaves como sus rosadas mejillas que solía ver cada día.
No
tenía relación con mis compañeros, como me pasó siempre. A la hora de almorzar
en el gran comedor del Mozarteum, me apartaba y procuraba no ser visto por
ellos; me escabullía entre las masas de jóvenes y profesores en constante
movimiento, me agachaba quizá, hasta llegar a una mesa apartada y muy alejada
de ellos. Una pequeña mesa en la cual me sentaba solo y miraba por las
ventanas, quienes daban al jardín trasero. Allí observaba a algunos estudiantes
que miraban detenidamente sus partituras, otros se reían, algunos estaban
apartados, otros se miraban con amor y algunos con rencor. Automáticamente,
recordaba a mi amada. Aquel día que la vi y me paralicé, nuestro primer beso y
su huida en el medio de la húmeda calle veneciana.
Contábamos
con un admirable tiempo para almorzar, incluso se podía acceder a algunas salas
de ensayo de la planta alta para practicar solo o en compañía. Siempre que
podía me escapaba a admirar a algunos alumnos, a veces practicaba apartado y en
la soledad, hasta que mi profesor interrumpía y mi violín hacía un ruido
desagradable, el cual me exaltaba y me ponía nervioso. A partir de eso, le
pedía disculpas al profesor (unas disculpas estúpidas ya que las salas de
ensayo estaban para practicar y no para otra cosa) y guardaba mi preciado
instrumento. Acto seguido, me retiraba con la cara ruborizada y algunas gotas
de sudor que secaba en el baño frente al espejo.
Una
tarde en la cual el Mozarteum estaba un tanto vacío, caminé hacia la gran
entrada para retirarme e ir a mi casa. Una vez más, con la imagen mental de
Alma.
Caminaba
cabizbajo y preso de mis pensamientos, cuando uno de mis compañeros me hizo
parar la ligera caminata:
-¿Te
enteraste de esa joven napolitana que no se encuentra hace una cantidad
admirable de tiempo? Es un caso increíble. –dijo mi compañero, Bile. Mi
corazón, ahora, estaba en mi garganta.
Hice un
repaso mental: “JOVEN NAPOLITANA” y mi mente se encasillaba en Cocó y su huida
de Venecia… me calmé, desabroché el cuello de mi camisa y me quité el suéter.
Me empezaba a sentir mal por los nervios. Traté de no pensar en Alma y pensar
en otras personas, quiero decir, ella no era la única joven napolitana.
-Hmm,
no. No me enteré. –negué con la cabeza.
-¡Mira
las noticias o cualquier periódico! –exclamó Bile en medio de un armonioso
silencio que dominaba, en su totalidad, al Mozarteum.
-¿Sabes
algo? Me apenan demasiado las desgracias ajenas, y no me apetece informarme
sobre ninguna. Pobre de esa joven, espero que sea encontrada en buenas
condiciones y sin heridas físicas o psicológicas. Buenas tardes, Bile. Nos
vemos mañana. –contesté algo seco. Y otra vez, mentí un poco.
Corrí a
comprar el primer periódico y no lo podía creer lo que mis ojos contemplaban:
la foto de un ángel sonriente, bajo un titular de tragedia. Y ese ángel era el
amor de mi vida, una mujer inolvidable e increíble, a la cual ansiaba ver cuán
pronto sea posible; ¡Cocó! ¡Alma!
Mis
ojos se llenaron de lágrimas y caminé hasta mi casa aguantando un llanto que
sabría que duraría horas.
Abrí la
puerta de mi casa y corrí a encerrarme en mi habitación. Dejé todas mis
pertenencias a un costado de la cama, y me acosté en ella a la par que las
lágrimas empezaban a fluir con demasiada intensidad.
¿Qué
había pasado con Alma? ¿Dónde estaba? ¿Y si le había pasado algo grave? ¿Se
habría accidentado o alguien se aprovechó de ella?... las preguntas nublaban mi
mente, y a eso se le sumaba el llanto, el cual parecía no poder cesar en ningún
momento.
En los
siguientes días me ausenté del Mozarteum y del mundo exterior. Del violín y de
los libros. Del café y de Ludwig van Beethoven.
Le
habían dicho al profesor que estaba muy enfermo y que no podía salir a ninguna
parte. Al ver que mi ausencia se prolongaba más de lo dicho por mis compañeros,
fue a mi casa una tarde que amenazaba una larga y espesa tormenta.
Sin
hacer el más mínimo ruido me dirigí a una de las ventanas del living que daban
al jardín delantero. Al ver al profesor parado firmemente ante la puerta, me
escondí y fui a gatas a mi cuarto. No pensaba abrir. ¡Que me dejen solo!
Necesitaba esa soledad y ahora habían optado por interrumpirla. Pero no permití
eso.
Al rato
me dormí, pero una pesadilla, el timbre y la tormenta combinados me
despertaron. Estaba preso de las pesadillas. Dormía pocas horas y jamás eran
seguidas.
Abrí la
puerta un tanto enojado, pero trataba de disimularlo lo mejor posible. Quizás
eran mis padres o mis hermanos y yo tenía una total tristeza, mezclada con
enojo y soledad.
-¿Se
puede saber qué se le… -y no terminé la pregunta. Aquella persona que llamó a
mi puerta era mi amadísima Alma. ¡Por dios! ¡Qué feliz estaba de esa visita! ¡Y
de saber que estaba ahí, conmigo, y no lejos como yo pensaba! -¡Alma! ¡Cocó!
¡Mi amor! –exclamé con una sonrisa, y con lágrimas de felicidad deslizándose
por mi mejilla.
-Hola
Eric… -dijo cabizbaja y comenzó a llorar.
-No,
por favor, no. –dije en un tono triste y la invité a pasar. -¿Qué te sucede?
Estuve muy mal este último tiempo. Dejé de ir a estudiar música cuando un
titular del periódico anunciaba tu prolongada desaparición…
-Me
escapé porque mis padres empezaron a amenazarme. No quise decir absolutamente
nada porque tratarían de resolverlo sin conocerlos, y eso no me convencía.
Absolutamente. Al enterarse que yo ya no residía en la casa de Kimberly en
Venecia, llamaron a la policía para empezar, inmediatamente, una investigación.
No lo hicieron por querer saber mi estado y en dónde estaba, sino que querían
tenerme a su lado para torturarme psicológicamente hasta que se me pase por la
cabeza suicidarme. Obviamente, en la noticia que se puede leer en el periódico
se muestran a dos padres totalmente preocupados, presos del desconcierto y la
tristeza. Mintieron bien.
Una noche,
la policía de Venecia entró por la fuerza a la casa de Kim. Le causaron heridas
leves, ¡pero la lastimaron y eso lo odié profundamente cuando me enteré! Y se
dirigieron automáticamente a mi habitación. Encontraron muy pocas cosas, entre
ellas una cámara de fotos digital que solíamos usar cuando salíamos. Te
acusaron en ciertas ocasiones, pero Kim te defendió hasta dejarlos totalmente
convencidos que no tenías nada que ver con mi desaparición.
-No
puedo creerlo… ahora entiendo por qué te escapaste de Nápoles siendo tan chica…
y tus padres, ¿dónde están ahora? –pregunté.
-Desgraciadamente,
en Salzburgo. En el mismo lugar que yo.
-¿Qué?
¡No puede ser! ¡No tendrías que estar en Austria! –exclamé desesperado.
-¡Lo
sé! Eric, no soy estúpida. Ni siquiera sabes por qué vine.
-¿A qué
viniste?
-A
buscarte… -susurró.
-¿A
buscarme? –pregunté totalmente confundido.
-Sí, a
buscarte. ¡No sabes la falta que me haces! Te extrañé demasiado estando lejos,
e incluso te extraño ahora ¡estando a pasos uno del otro! –hizo desaparecer
esos pasos y se acercó a mí. Nuevamente, me dio un corto beso en los labios. Me
sentí feliz, lleno y fuerte de nuevo. Alma, ¡amaba que estuviéramos juntos!
-Me
dejas sin palabras. Te extrañé demasiado yo también, me llena que estemos
juntos de nuevo. Tenemos que hacer algo para que no volvamos a separarnos, en
serio. No quiero pasar otro año como aquel, lleno de depresión y de tus
recuerdos.
-Mi
padre se dedica a la música, mi madre enseña en algunos colegios de Salzburgo.
–me informó Cocó.
-¡Yo
estudio música, en el Mozarteum! –exclamé -¿Cuáles son sus nombres? –pregunté.
-Mi
padre se llama Astaroth Dunkelheit y mi madre, Beth. Beth der Valls.
-Jamás
escuché hablar de ellos. Pero no importa. Hay que escaparnos lo antes posible.
–le dije sin preocupaciones, quería irme junto a ella. Quería protegerla de sus
padres y del mundo.
Guardé
mis cosas lo más rápido posible y traté de no dejar rastros. Algunas las puse
en cajas para recibirlas en Alemania.
Fuimos
rápidamente al aeropuerto y tomamos el primer vuelo que se dirigiese a
Alemania. No nos importó en absoluto la clase o lo que pase. Teníamos la
obligación de escapar, juntos, y eso íbamos a hacer. Nada ni nadie lo
impediría.
Alemania
era realmente hermoso. Al llegar quedamos fascinados, boquiabiertos.
Pasamos
noches en hoteles hasta conseguir alguna casa acogedora para poder vivir bien.
Ambos buscamos trabajo sin cesar y nos esforzábamos mucho por nuestro bien. Yo,
siempre vigilaba a Alma y miraba a todo el mundo, no quería que nada le pasara,
no se lo merecía. Sus padres estaban tan equivocados que me daban pena… es
decir, ¿quién le haría semejante cosa a su hijo?
Me
alegraba muchísimo volver a estar con Cocó, mi querida. Estar devuelta tomados
de las manos, hablar de aquellas cosas que nos fascinaban y nos parecían un
tanto irreales como para ser tan perfectas. ¡Como ella lo quera para mí!
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Epílogo
Alma y
yo ahora teníamos una hija, Berenice. La amábamos más que a nuestras propias
vidas.
Era una
hermosa bebé que nos llenaba de felicidad, que nos daba una razón para volver a
despertar felices cada día que pasaba.
Seis
años pasaron de que Cocó la dio a luz, y nuestra hija comenzaba a amar la
música al igual que a su madre. Escuchaban Beethoven juntas a la par que reían
y su madre la llenaba de caricias, de abrazos y de besos que irradiaban
felicidad pura.
Berenice
amaba tocar el piano y era muy aplicada a la hora de aprender algo nuevo sobre
eso que tanto le fascinaba. Entonces, sin rodeos, comenzó a estudiar música; su
profesor era un hombre mayor pero muy inteligente. La apreciaba muchísimo a
Berenice y la cubría de halagos, siempre nos decía que tenía un gran futuro y
que la apoyáramos en todas sus metas y proyectos.
Aquel
hombre, de nombre Frank, le traía muchísimos recuerdos, a Alma, de su padre.
Ninguno de los dos creía que Astaroth estaba allí, en Alemania. Cerca de
nuestra hija y de nosotros, y menos bajo un nombre falso.
No
queríamos perder a Berenice bajo ninguna circunstancia. Era increíble el amor
que le teníamos.
Un día
no encontramos a Frank y menos a la niña. Una desgracia nos cubría de nuevo a
mí y a Alma. Las sospechas nos encasillaban de nuevo y la tristeza también. La
buscábamos todo el tiempo sin importar que muchísimos profesionales estaban
tratando de encontrarla, a ella y a aquel desgraciado que nos la arrebató.
Una
tarde nublada y de frío, encontré a una niña, ya sin vida, a unos metros de mí.
Corrí y corrí, desesperado y lleno de angustia… me arrodillé ante el cuerpo de
mi amada niña, mi amada Berenice. Lo tomé con los brazos y la miré. Acto
seguido abracé a un cuerpo ya sin vida. Miré al cielo y juré vengarme de aquel hombre
que la había matado, sea o no sea Astaroth Dunkelheit, el mal padre de Cocó. Un
total desquiciado. Un total desgraciado.
En ese instante, la miré a ella.
A mi bebé. Y pregunté, mirando nuevamente al cielo: ¿por qué los ángeles caen primero?
Angels Fall First – Nightwish, 1997.
An angelface smiles to me
under a headline of tragedy
that smile used to give me warmth
farewell - no words to say
beside the cross on your grave
and those forever burning candles
needed elsewhere
to remind us of the shortness of our time
tears laid for them
tears of love, tears of fear
bury my dreams, dig up my sorrows
oh, lord why
the angels fall first
Not relieved by thoughts of shangri-la
nor enlightened by lessons of Christ
I'll never understand the meaning of the right
ignorance lead me into the light
sing me a song
of your beauty
of your kingdom
let the melodies of your harps
caress those whom we still need
yesterday we shook hands
my friend
today a moonbeam lightens my path
my guardian