Esta es la
historia de una joven. Esa joven era yo.
Hoy me encuentro
en una cama, llena de mantas delante de una chimenea ardiente. A mi alrededor,
ellos: los espectadores; niños, jóvenes, algunos adultos…
Todo empezó en el
verano de 1900, allá. Por un clima tropical y una selva de aventuras, de actos
de total rebeldía adolescente…
Mi ventana,
partícipe de mis escapes de la casa de mis padres, la calle y los callejones,
partícipes de nuestros apurados paseos.
Con él, no podía
estar y lo comprendía, pero mi cerebro no entendía algo si yo, tan joven, hacía
esas cosas por gusto propio.
¡Cuántas veces
mis padres me encontraron con él en uno de nuestros paseos! Y no me importaba
en absoluto: el amor, es el amor. Me tenía lo bastante loca como para correr
descalza y en vestido en el jardín de mi casa. No podía alejarme, nada ni nadie
podía hacerlo. Me aferraba a él y a su suéter y camisa bordó que tanto me
gustaba. Lo sentía cerca y me sentía acompañada por lo que tanto soñé.
No me importaba
su condición, pobre o rico. Si éramos ricos, era en el amor. En el resto, no. Y
no nos importaba.
El dinero, podía
alejarnos u la pobreza, su pobreza, nos enseñó a valorarnos.
Mis padres,
fieles a sus caprichos y confianzudos en los demás más que en mí, detestaban mi
amor porque su codicia era menos visible que serpiente en la calle.
Yo, fiel a él. A nuestros
impulsos, huidas, llantos, risas, besos, abrazos.
Mi ventana se
enrejó y me impidió el paso y la felicidad. No querían que pase porque se me
ensuciaba el vestido y el calzado, temían que de tanto amor me tragara un
rosal.
No sabían que,
por él, me ensuciaría todos los vestidos, me tragaría mil rosales, correría
debajo de las tormentas de invierno, caminaría cien horas por la arena más
caliente de este mundo que no comprendía que yo era diferente. No estaba loca,
no necesitaba ni quería que sus bolsillos se ahogaran en codicia.
Hoy, en la más
profunda agonía, sé que puedo tomarle la mano y aferrarme, eternamente, a su
recuerdo.
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