sábado, 6 de julio de 2013

Otra forma de amar

Esta es la historia de una joven. Esa joven era yo.
Hoy me encuentro en una cama, llena de mantas delante de una chimenea ardiente. A mi alrededor, ellos: los espectadores; niños, jóvenes, algunos adultos…
Todo empezó en el verano de 1900, allá. Por un clima tropical y una selva de aventuras, de actos de total rebeldía adolescente…
Mi ventana, partícipe de mis escapes de la casa de mis padres, la calle y los callejones, partícipes de nuestros apurados paseos.
Con él, no podía estar y lo comprendía, pero mi cerebro no entendía algo si yo, tan joven, hacía esas cosas por gusto propio.
¡Cuántas veces mis padres me encontraron con él en uno de nuestros paseos! Y no me importaba en absoluto: el amor, es el amor. Me tenía lo bastante loca como para correr descalza y en vestido en el jardín de mi casa. No podía alejarme, nada ni nadie podía hacerlo. Me aferraba a él y a su suéter y camisa bordó que tanto me gustaba. Lo sentía cerca y me sentía acompañada por lo que tanto soñé.
No me importaba su condición, pobre o rico. Si éramos ricos, era en el amor. En el resto, no. Y no nos importaba.
El dinero, podía alejarnos u la pobreza, su pobreza, nos enseñó a valorarnos.
Mis padres, fieles a sus caprichos y confianzudos en los demás más que en mí, detestaban mi amor porque su codicia era menos visible que serpiente en la calle.
Yo, fiel a él. A nuestros impulsos, huidas, llantos, risas, besos, abrazos.
Mi ventana se enrejó y me impidió el paso y la felicidad. No querían que pase porque se me ensuciaba el vestido y el calzado, temían que de tanto amor me tragara un rosal.
No sabían que, por él, me ensuciaría todos los vestidos, me tragaría mil rosales, correría debajo de las tormentas de invierno, caminaría cien horas por la arena más caliente de este mundo que no comprendía que yo era diferente. No estaba loca, no necesitaba ni quería que sus bolsillos se ahogaran en codicia.

Hoy, en la más profunda agonía, sé que puedo tomarle la mano y aferrarme, eternamente, a su recuerdo.