Eterna soledad
Los momentos
combinados con el tiempo parecen pasar demasiado lento ante mis ojos. No los
vivo, y no tengo intenciones de hacerlo; ¿para qué? Ya no hay nadie con quien
disfrutar esos momentos que la gente considera “valiosos y dorados”.
Voy a recordar
esta etapa de mi vida como un total fracaso en ciertos aspectos, en aquellos
aspectos que sé que no voy a poder superar, que ellos mismos van a superarme a
mí, hasta dejarme acostada en mi cama llorando y pidiendo oxígeno de rodillas,
ya que las lágrimas me inundan los pulmones.
Muchos se fueron.
Y esos muchos me marcaron tan para siempre. Esos muchos que cuando me siente en
el sillón, ya siendo adulta, voy a recordar mirando el techo y abrazada a un
recuerdo, quizás mirando al cielo, porque estoy tan loca, tan melancólica y tan
triste que no cabe duda alguna que seguramente saque el sillón al parque y
aplaste las flores.
O, quizás, me
siente en el piso, arriba de la cómoda alfombra de un living frío y solitario,
y llame a mis hijos (o a mi hijo) y le cuente sobre esos muchos que me
marcaron, que me dejaron heridas, después cicatrices y hoy recuerdos. Recuerdos
inolvidables, de esos que te hacen llorar de emoción, y esos recuerdos
destructivos que te hacen taparte la cara para llorar durante un rato largo.
Me gusta la
soledad y eso no lo niego. Y, ¿por qué negarlo? Todos queremos soledad en
nuestra vida, un momento para pensar, otro para escribir y otro para leer. Pero
tampoco queremos una soledad que parece eterna, que nos encierra y no hay una
puerta de salida, sólo una de entrada.
Así me encuentro
yo. Encerrada en una soledad que parece infinita. Dudo de poder salir de ella,
de poder librarme y dejarla de lado, sólo recordarla cuando tenga ganas o
cuando me toque vivir cortos momentos de soledad.
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